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Los privilegiados del azar

Los privilegiados del azar. Muestra.

1. Fenómenos casuales

 

29 de febrero de 2000.

Montpellier. Francia.

 

Al arrancar su automóvil, Laure dejaba atrás una dura jornada laboral en el Centre Hospitalier Universitaire (CHU), donde trabajaba como enfermera titulada. Aunque su hora de salida habitual era a las nueve, la llegada en los últimos minutos de un par de accidentados le había hecho tomar la decisión voluntaria de quedarse un poco más para echar una mano a sus compañeros del turno de noche. Su dedicación era tan intensa que, extenuada, tenía la costumbre de regresar siempre a casa oyendo música en el radiocasete de su Citroen Saxo a un volumen más elevado de lo socialmente aceptable. Era su particular manera de descargar tensiones.

Mientras abandonaba la Avenue du Doyen Gaston empezó a sonar la canción L’oiseau et l’enfant, de Marie Myriam, que había ganado el prestigioso (por aquel entonces) Festival de la Canción de Eurovisión de 1977. El final de la canción coincidió exactamente con el instante en que paró el motor de su vehículo en el interior de su plaza de garaje.

—Esta casualidad solo puede ocurrir una vez cada cuatro años —murmuró mientras sonreía—; igual que este día.

Al entrar en casa, vio encendida la luz de la habitación de su compañera de piso. Eran alrededor de las diez de la noche.

—¡Bonsoir, Salka!

La enfermera se quitó el abrigo forrado que tanto la protegía en invierno; no es que hiciera mucho frío en la ciudad, pero Laure era una de esas personas con una sensación térmica que le generaba inestabilidad. Echó un rápido vistazo a la cocina pensando en prepararse una sencilla ensalada a base de tomates, escarola, pimiento, zanahoria y espinacas.

—¡Salka!

Con un movimiento enérgico, Laure lanzó (con el propio pie) su zueco izquierdo hacia la esquina del recibidor desde donde siempre tentaba una papelera, que hacía las veces de canasta. Era una costumbre pueril que adquirió cuando empezó a trabajar en el CHU. Al principio recogía los zapatos después del intento y los guardaba en una zapatera, pero, con el tiempo, había decidido que ambos zuecos durmieran en la propia papelera.

—¡Deux points! —El calzado izquierdo entró directamente por el aro—. ¡Salka!

El intento con el zueco derecho fue fallido. Tras “tocar tablero”, rebotó en el borde de la papelera y cayó al suelo.

—¡Salka!

Pero Salka no contestó. Empujada por un arrebato de incertidumbre y ahogo, Laure se acercó a la habitación. Al llegar a la puerta y observar el interior, tuvo la mayor sensación de congelación corporal de su vida. A pesar de su profesión, Laure no estaba preparada para aceptar la crueldad del azar cuando se ceba con los seres queridos.

—¡Salka! —logró susurrar.

La norteafricana, natural de Mauritania, una de los únicos veintinueve inmigrantes llegados en pateras a Canarias en 1995 desde Marruecos (de lo cual se enorgullecía), se había quitado la vida a la edad de veintinueve años. ¡Tres veces el número veintinueve! ¿Por qué demonios el calendario marcaba año bisiesto? Si no hubiera existido el 29 de febrero de 2000, tal vez Salka estaría viva.

Un bote de somníferos vacío testificaba en silencio el paso del dolor al descanso eterno. La presión había podido con su debilitado sistema emocional. La visita de Mauro había rajado en canal las pocas esperanzas que le quedaban de redención. ¡El hijoputa de Mauro!

 

 

2. Fenómenos causales y fenómenos aleatorios

 

 

Septiembre de 2010.

Universidad de La Laguna, Tenerife. Islas canarias.

 

—Para comprender mejor la ciencia estadística, hay que partir del hecho de que existen dos tipos de fenómenos: los fenómenos causales, experimentos en los cuales se puede conocer de antemano el resultado final siempre que los repitamos en condiciones análogas, y los fenómenos aleatorios o de azar. Estos últimos son el objeto de estudio de nuestra asignatura.

Con estas palabras, Isidro León, profesor titular de la asignatura “Estadística para la Economía y la Empresa”, trataba de ganarse la atención de su alumnado en el tercer día del nuevo curso que ahora empezaba.

—En los experimentos aleatorios no podemos prever el resultado final antes de su realización, pues pueden dar lugar a diferentes resultados posibles. Tal es el caso del lanzamiento de un dado o una moneda.

Inconscientemente el profesor miró su reloj y calculó que todavía le quedaba más de la mitad de la sesión. Él no solía mostrar cansancio ni ansiedad por terminar, pero estaba claro que, ante el arranque de un nuevo año académico, aún no se había desprendido del pijama de la pereza veraniega. También podría ser que el peso de los años que pasaban le restaba vitalidad y entrega ante los estudiantes. Inmediatamente rechazó esa posibilidad, pues no creía que, a sus treinta y siete años, sus capacidades estuviesen mermando. Hizo un rápido barrido visual del aula y leyó unas gotas de aburrimiento en las caras que lo aguijoneaban. Entonces, alertado, decidió reaccionar con un ataque directo a sus centros cerebrales de atención.

—¿Cómo te llamas? —preguntó, señalando y dirigiéndose a una muchacha despistada de pelo largo que estaba sentada en la bancada lateral izquierda, en segunda fila.

Isidro fumigaba de esta manera la atmósfera, con una tensión tan espesa que obligaba a ser respirada por todos los ocupantes del aula. Por todos menos por él, gracias a su transparente mascarilla de supervisor.

—Irene —contestó la joven, sorprendida y con una quebrada voz que delataba su estado de nervios ante la contundente e inesperada pregunta.

El docente sabía que, en aquel instante (y por lo menos durante algunos minutos), la atención del colectivo estaba en sus manos; el alumnado estaba a su merced, pues, ahora, cualquiera temía que aquel profesor de reacciones imprevisibles pudiera hacerle preguntas, incluso preguntas más complicadas que aquella hecha a Irene, y habría que poner los cinco sentidos para no fallar ni tartamudear la respuesta.

—Bien, Irene. Voy a pulsar este interruptor. ¿Qué tipo de fenómeno se daría en esta situación? ¿Causal o aleatorio? —En los días previos de clase, las alumnas y alumnos más observadores habrían notado que Isidro encendía la luz de la pizarra nada más subir a la tarima.

—Yo diría que se trata de un experimento causal, porque de antemano sé que, cuando usted pulse el botón, se apagará la luz de la pizarra —contestó Irene, más aliviada que orgullosa por su respuesta.

—¿Alguien más se atreve a opinar?

—Pues yo digo que se trata de un experimento aleatorio —tronó una voz desde la mitad posterior del aula.

—¿Quién lo dice? —preguntó Isidro, tratando de ubicar con gestos de desorientación la procedencia de la voz.

—Me llamo Agustín —dijo un joven con la mano levantada.

Agustín llevaba una camiseta estampada que publicitaba algún grupo de heavy metal. El poblado cabello castaño del muchacho hacía recordar la moda de los Beatles, que de nuevo estaba imperando. Al observarlo, Isidro reflexionó que, curiosamente, todo en la vida se basa en ciclos; todo vuelve a circular cuando haya dado una vuelta completa. Y las modas no iban a ser una excepción.

—Veamos, Agustín, ¿en qué basas tu respuesta?

—Pues verá, profe, lo más probable es que la luz de la pizarra se apague. Pero ¿qué ocurriría si se produce algún cortocircuito o algún cruce de cables que lo impida?

—¡Tú sí que tienes lo cables cruzados! —gritó el gracioso de turno, semiescondido entre un montón de cabezas.

—Lo que quiero decir —prosiguió Agustín— es que existe una posibilidad, aunque remota, de que la luz no se apague. —La agudeza del muchacho era admirable, pero ninguno de ellos sabía que la pregunta tenía trampa.

Durante varios segundos la clase se enzarzó en una absurda (aunque terapéutica) discusión sobre las posibilidades de que la luz pudiera quedar encendida tras pulsar el interruptor.

—¿Quién tiene razón, profe? ¿Irene o Agustín? —escuchó Isidro.

—Los dos y ninguno.

—¿Cómo puede ser eso?

Generando intriga con la mirada, el profesor pulsó el interruptor y, ante la estupefacción de todos, la luz no se apagó.

—Agustín tenía razón en que la luz pudiera quedar encendida. Pero no tiene razón en que el experimento sea aleatorio. Irene tiene razón en que es un experimento causal. Pero no tiene razón al decir que la luz se apagaría. Esto es una caja eléctrica con dos interruptores. Es lógico que vosotros no os hayáis fijado; tal vez ni siquiera lo veáis desde vuestros asientos. El interruptor que señalé y dije que pulsaría es el de la ventilación. Luego, para mí, es un experimento causal, porque de antemano sé que la luz no se va a apagar al accionarlo.

—¿Qué quiere decir con “para mí”? —preguntó el astuto Agustín.

—Pues quiero decir que, en Estadística, como en la vida, no todo es tan sencillo, no todo es siempre lo que parece. Para vosotros, como colectivo, no dejaba de ser un experimento aleatorio, porque no teníais claro qué podía ocurrir. Tú mismo, Agustín, rozaste la ciencia ficción tratando de buscar una explicación, tal vez más arcana que científica, para justificar que la luz no se apagase. ¡Y seguro que casi llegas al orgasmo cuando viste la luz tras lo que se anunciaba como un apagón seguro!

El colectivo estalló en risas y Agustín quiso prolongar la broma.

—¡He visto la luz, y ella es la que me guía!

La clase terminó e Isidro se sentía relativamente satisfecho, pues había logrado que fuese participativa, lo cual, normalmente, no era fácil de conseguir en una asignatura como esta. Requería un tremendo esfuerzo intelectual captar la atención de la audiencia durante los cincuenta minutos de sesión, precio que ningún profesor estaba dispuesto a pagar día tras día. De camino al despacho se encontró con Gustavo y Jorge, profesores del Departamento de Economía Financiera y Contabilidad, las dos únicas personas a las que consideraba amigos y, a la vez, compañeros de trabajo. En la facultad, Jorge y Gustavo siempre iban juntos por los pasillos. ¡Siempre! De la cafetería a sus despachos, de sus despachos a la cafetería, de Secretaría a Conserjería… Resultaba especialmente curiosa su forma de caminar. Jorge siempre se movía detrás de Gustavo, por lo que se había ganado el apelativo de “la sombra”.

Jorge era más joven que Isidro, aunque su incipiente calvicie jugaba en su contra. En sus inicios como profesor había sido un auténtico prevaricador a la hora de poner las notas, y eso le había generado bastantes problemas. Por aquellos años, en el momento de evaluar, manejaba criterios tan subjetivos e irracionales como la condición social del alumnado, su ideología política, su indumentaria… Pero eso ya era agua pasada. Gustavo tendría unos cincuenta años y un sentido del humor bastante incisivo e irónico. Era un tipo robusto, con una cabeza bastante grande y mucho más ancha por la parte inferior. Sus mejillas se prolongaban linealmente hasta los hombros, sin distinguirse curvatura alguna en la intersección con el cuello; no se sabía si se debía a un exceso de papada o a que tenía un cuello tan ancho como el perímetro facial.

—¿Nos tomamos un café? —preguntó Gustavo.

—¡Nos tomamos un café! —exclamó Isidro, incapaz de resistirse a su vicio favorito.

Cuando Gustavo estaba bromeando con una camarera sobre la prioridad del profesorado frente a los alumnos para ser servidos de inmediato, el móvil del profesor de Estadística sonó y él sonrió al comprobar que era el número de su casa.

—¡Hola, Marlene! —saludó Isidro con énfasis.

—¡Hola, cariño! —La dulce voz de su mujer era un bendito bálsamo a aquellas horas de la mañana—. ¿Qué tal llevas el día?

—Supongo que no tan bien como tú, que puedes decidir lo que haces. —Era una manera algo torpe y forzada de animar a Marlene, quien, tras tres años trabajando en una inmobiliaria, se había quedado en paro víctima de un recorte de personal, tras sufrir la empresa los devastadores efectos de la crisis económica y financiera que asolaba al mundo occidental—. Me gustaría estar en casita. ¿Va todo bien?

—Sí, muy bien. Aunque… estaba limpiando un poco y, al mover tu guitarra, se ha roto una cuerda. ¿Tienes de repuesto?

—¡Vaya! Ya la cambiaré, no te preocupes.

La guitarra acústica. La evolución. Una guitarra española había acompañado a Isidro, desde niño, en una perfecta simbiosis. En su círculo familiar y entre sus amigos era imposible disociar el uno de la otra. A los dieciocho años, cuando estudiaba en la universidad, compró una guitarra acústica y un par de armónicas de blues. Y entonces descubrió su hobby.

¡Su hobby! Algo que dio un nuevo sentido a su vida: la composición musical. Su capacidad innata para las matemáticas, su facilidad para las rimas y el manejo de la guitarra, le dieron ese impulso para atreverse a algo que, antes, creía imposible. Tenía en su contra algunos factores. Por ejemplo, no sabía prácticamente nada de solfeo, aunque aprendió lo básico de una forma totalmente autodidáctica. La ayuda matemática no se limitaba a facilitarle el aprendizaje en el lenguaje del solfeo; iba mucho más allá. La composición, tal como él la concebía, consistía en resolver un sistema de ecuaciones lógicas, donde cada ecuación era un sentimiento melódico y cada incógnita era un verso poético; consistía en resolver un rompecabezas de fantasía.

En aquellos años de inicio, las partituras fluían mágicamente y él se sentía Dios. Le hubiera gustado interpretar sus canciones, pero, realmente, su voz dejaba mucho que desear. Isidro era zurdo y, como nunca intentó tocar al revés, estaba algo limitado en la técnica de ejecución con la guitarra. Pero no lo hacía mal del todo. Su obra, veinte años después, descansaba escondida en un cajón de su escritorio. Se trataba de partituras muy básicas pendientes de futuros arreglos musicales, solo un esqueleto de canciones con guitarra y armónica como única instrumentación acompañando a la voz. La única exhibición pública que había hecho con su música fue muchos años después, al embutirla como fondo musical en su ahora arcaica y poco funcional página web que tenía asignada para la actividad académica. Y esto no lo hacía por su ego (o eso quería creer); lo hacía para darle a la docencia un toque lúdico, porque creía que, pedagógicamente, el alumnado empatizaría más con la asignatura si la aderezaba con algo original.

Tras despedirse de Marlene, volvió a sumergirse en la intrascendente conversación con Jorge y Gustavo.

—… chiste que me contó Roque, el de Inglés —oyó decir a Gustavo—. ¿Sabes cómo se dice en inglés “sacarle los colores a un loco”?

—¡Ni idea, tío! —respondió Jorge.

—¡To put a mad red! —replicó Gustavo, a la vez que soltaba una sonora carcajada.

Tiempos Imperfectos (Los Hechos), Tiempos Perfectos (La Inspiración)

La primera vez que oí hablar de los Escritos de la Virgen fue en 1980. Yo apenas tenía dieciséis años. Un popular y entrañable personaje de la ciudad (al que me referiré como Evaristo), de esos cuya presencia hinchaba de vida las calles de Santa Cruz de La Palma, fue quien nos hizo el relato (a mí y a dos personas más).

La credibilidad de Evaristo, por supuesto, es dudosa. Nadie escucha el mensaje de individuos como Evaristo. Cuando Evaristo habla, la gente solo se fija en las formas, porque Evaristo entretiene; es un gran comunicador y un loco. Sus ocurrencias parecen surgir de una fábrica de disparates que se esconde, clandestina, en un profundo lugar de su mente al que no pueden acceder los inspectores. A Evaristo le compuse, años después, una canción que titulé “Tocado de la cabeza”.

Aquel día, sin embargo, osamos escucharle. Lo que decía estaba tan bien hilvanado que era imposible digerir que fuese producto de su invención. Quedamos impresionados. No recuerdo algunos detalles. Otros… preferí olvidarlos. Algunos me los reservo. Evaristo, curiosamente, no era un incondicional de la Virgen de las Nieves. Posiblemente, si alguien le había narrado a él aquella historia, no creía en ella.

Hace unos meses, en un ambiente totalmente distinto, un ambiente académico y universitario, volví a escuchar, por segunda vez en mi vida, que existe una arcana leyenda palmera según la cual, “la morenita”, llegó codificada a la isla, acompañada de una especie de instrucciones cuya ejecución asegura el amparo de La Señora sobre el pueblo palmero. No sé si ambas informaciones se refieren a lo mismo, pero, a partir de ahí, tomé la decisión de novelar la idea que transmitía el cuento de Evaristo.

 

 

 

Pretérito Anterior (año 1492): El desembarco

En medio de un inmenso mar azul

Un salpicado de tierras sueltas

Y en la punta izquierda

Revienta el paraíso

En forma de “Ceda el paso”

Forastero, para en su regazo

 

29 de septiembre del año 1492. Cantón de Aridane, Benahoare

Desde la cubierta de una de las seis naves que, con una quietud amenazante, se alineaban frente a la costa oeste de la isla Benahoare, Rodrigo, el joven ayudante de cocina que se había enrolado en Cádiz, temblaba al contemplar, con emoción y dificultad, el inminente desembarque de las enormes barcazas. Aún no había amanecido, y solo el tenue reflejo lunar permitía percibir, a lo lejos, el armónico bamboleo que acercaba a tierra, metro a metro, a la expedición comandada por don Alonso Fernández de Lugo. La mar avanzaba suave hacia Tazacorte. Hoy era un día grande para el conquistador.

Las pulsaciones del muchacho se incrementaron cuando las luces de la playa hicieron un extraño efecto foco sobre las barcas. La luna se despedía para dejar paso a una iluminación más poderosa: la de la propia isla, cuya silueta fantasmagórica sobrecogía el corazón de Rodrigo. Desde la llegada de los seis navíos, hacía apenas unas horas, la playa de Tazacorte amenazaba iluminada por una ingente cantidad de antorchas. Los nativos estaban esperándoles, no cabía duda. Rodrigo había oído decir que, en alguna expedición anterior, una de las esclavas personales de Alonso Fernández de Lugo, una tal Gazmira, natural del cantón de Aridane, había contactado previamente con los awaras para explicarles las condiciones de los castellanos. Una rendición pactada, con el menor derramamiento de sangre posible, era la única situación que podía beneficiar a todas las partes. Gazmira estaba ahora, de nuevo, desembarcando en Aridane junto a Fernández de Lugo.

Rodrigo empezó a tiritar. Era una mezcla de frío y de incertidumbre. Aquellos salvajes pobladores de la isla tenían fama de ser muy belicosos. Al parecer, a diferencia del resto de islas del archipiélago, cada cantón tenía su propio líder, pero no existía ninguna estructura de poder por encima de los doce territorios. Esto podría complicar la conquista, pues convencerlos a todos no sería fácil. ¿Aceptarían el pacto los awaras o estarían esperando, a plena luz de las antorchas, para defenderse?

Cuando los castellanos comenzaron a bajarse de las barcas, empezaban a despuntar los primeros rayos de sol y las antorchas fueron apagándose. Todas menos dos; las dos que flanqueaban a la Virgen.

Fue entonces cuando comenzó el lamento aterrador. Rodrigo escuchó, desde el propio barco, la letanía: los extraños e incomprensibles cánticos de invocación, devoción y súplica a la patrona benahoarita.

**

Sus odiados ropajes europeos, que le habían sido proporcionados e impuestos por los conquistadores, tenían impregnado el penetrante olor a salitre, olor que solía intensificarse al amanecer; por lo menos eso le parecía a ella. Alonso Fernández de Lugo, su amo, no se despegaba de su lado. Daba la impresión de que el Capitán General (título otorgado por los Reyes Católicos) tenía miedo; su rostro era fácil de interpretar. Solo el hecho de mantenerse cosido a una awara podría garantizar su seguridad. Ella, Gazmira, le había prometido que los aborígenes de la isla ofrecerían poca resistencia. Al menos tenía pactada la colaboración de Mayantigo, Chedey, Tamanca, Echentive y Azuquahe, los señores de las zonas más cercanas al lugar de desembarco. Precisamente la aseveración de Francisca de Gazmira (bautizada así por el rito católico tras su apresamiento) fue determinante a la hora de decidir invadir Benahoare desde el oeste.

Pero Fernández de Lugo, un hombre con un olfato de guerra muy desarrollado, no se fiaba de su sierva. Cabía la posibilidad de que aquellos salvajes les tendieran una emboscada. En tal caso tendrían que acabar con ellos, sin piedad, y él mismo se ocuparía de darle a Gazmira una muerte lenta y dolorosa. De momento no pensaba moverse de su lado, por si acaso.

El conquistador se dio cuenta de que algo no iba bien. Nada más bajar de los botes observaron a varias decenas de nativos esperando en la playa, alineados, portando unas rudimentarias lanzas en sus manos. Hasta ahí, todo normal, la actitud de los awaras no era necesariamente hostil; tampoco podría afirmarse que fuese cordial. Era solo un ritual. Un ritual de tensa espera para luego rendirse, negociar o atacar, y solo las obtusas mentes de aquellos primitivos conocían la solución de esta ecuación. Para ocultar aún más sus intenciones, los rostros nativos eran inescrutables. Sus ojos se clavaban en los visitantes sin ningún pudor. No transmitían odio ni hospitalidad; tal vez un poco de orgullo. Parecían estarles esperando con una extraña sangre fría.

No. No fue la actitud de los awaras. A pesar de la sobrecogedora tranquilidad que transmitían, fue la actitud de Gazmira la que lo desconcertó. Al principio, la nativa conversa se dirigió hacia el grupo con paso firme, pero, de repente, se frenó en seco y miró con preocupación y desconcierto hacia una figura que reposaba sobre una piedra, tras los aborígenes, custodiada por dos antorchas encendidas (una a cada lado) y por dos salvajes extrañamente cubiertos con unas pieles oscuras. En una zona de sus vestidos destacaba una especie de cruz, con un tono mucho más oscuro aún, tirando a negruzco.

La indumentaria general del grupo era muy simple. Apenas una pequeña prenda les cubría los órganos sexuales. Solo dos o tres, que Alonso Fernández de Lugo identificó como los señores de los cantones, se cubrían con un manto de piel de cabra en colores crema. Sin embargo, los dos salvajes que casi permanecían ocultos detrás del gran grupo, ni llevaban lanzas ni se cubrían con un simple taparrabos. Tenían ropa, como los jefes (aunque en otro color), pero no parecían jefes. No al menos el tipo de jefes guerreros. No llevaban arma, no estaban en primera línea. Parecía que su labor se limitaba a proteger la extraña y diminuta figura de medio metro de altura.

Gazmira era incapaz de asumirlo, pues la madrugada de San Miguel, en la playa, solo debería oler a mar y a pacto; nunca a tea quemada. La visible torpeza de sus vecinos iba a echar todo a perder. Ella no tenía mucho margen de maniobra. Más bien ninguno. Era esclava personal del capitán, lo cual le daba algún privilegios frente a otros esclavos, aunque, a cambio, pagaba un alto precio al verse sometida a todo tipo de vejaciones sexuales por parte de aquel pervertido aberrante. Para seguir viva y matizar un poco esas vejaciones, sabía lo que le convenía: negociar. Pero la finalidad última del pueblo isleño tenía que ser, por encima de cualquier otra consideración, la protección de La Señora.

“¿Qué hace ella aquí? ¿Por qué la habéis traído desde Tedote? ¡Torpes! ¿Queréis que estos salvajes castellanos se la apropien o la destruyan? ¿Cómo es posible que, en vez de esconderla, la exhibáis?”.

La mujer trató de recomponerse como pudo. Aunque no entendía nada de aquel desatino, el mal estaba hecho. Ahora tocaba rezar para que el desastre no se materializase. Se dirigió a Mayantigo, que gobernaba el cantón de Aridane, donde se encontraban, y le hizo un enérgico gesto con la mano a la vez que señalaba a Alonso Fernández de Lugo. En una clara actitud de rendición, sometimiento o pacto (nunca se supo lo que pasaba por la cabeza del líder awara), Mayantigo estiró su brazo derecho y entregó su lanza al conquistador. Este la recogió y se la dio a uno de sus hombres. El resto de jefes nativos allí presentes, Chedey (cantón de Tihuya), Echentive (quien gobernaba, junto a su hermano Azuquahe, el cantón de Ahenguareme) y Tamanca (cantón de Tamanca), hicieron lo propio con sus armas.

Fernández de Lugo se frotó las manos. La rendición de los jefes aborígenes, sin tener que recurrir a la fuerza, era todo un logro. Hacía unos años que Guillén Peraza y sus hombres habían muerto en Benahoare, hecho que reflejaba el carácter guerrero de los awaras. El triunfo de hoy tenía un nombre propio: Gazmira. La sumisa esclava había demostrado grandes dotes para negociar. Lejos de la desconfianza inicial, el conquistador decidió, magnánimo, que Francisca de Gazmira tendría una mayor consideración social a partir de aquel instante.

Los hombres de Fernández de Lugo esperaban su botín. Se les había prometido una matanza, una masacre del aborigen palmero que satisficiera sus primitivos instintos cazadores. Esperaban la orden del capitán para matar a los hombres y violar a sus mujeres (las cuales no se habían acercado a la playa).

El conquistador los miró. Parecía dudar. Si acababa con los benahoaritas tendría que hacer lo propio con Gazmira, pues ella sería testigo de la ruptura del pacto. El acuerdo inicial consistía en una convivencia pacífica entre castellanos y aborígenes, siempre y cuando estos aceptaran la obediencia al conquistador y la introducción del cristianismo en sus vidas. Esa era la voluntad de los Reyes Católicos. Matar al indígena implicaría mentir, pues tendría que acusar al awara de mostrar resistencia. Era muy arriesgado, pues cualquiera de sus hombres (no solo Gazmira) podría declarar en su contra ante los Reyes Católicos.

Pero, antes de que el conquistador tomara una decisión en firme sobre la actitud a seguir, el habitante insular se le adelantó y, en ese momento, Fernández de Lugo sintió miedo. El awara confiaba en su propia superioridad. La supuesta rendición no lo era tanto. El indígena lo consideraba un pacto, y… ¡estaba dispuesto a imponer condiciones! Al menos una condición. La Virgen.

**

Rodrigo, desde el barco, mantenía la esperanza en la conquista pacífica, pues, aunque la distancia física entre los castellanos y los awaras, frente a frente, recomendaba prudencia, habían pasado varios minutos y la batalla no había comenzado. El paso del tiempo era buena señal. Una señal definitiva.

**

La explosión energética que, en cuestión de segundos, se apoderó del corazón y del cerebro del capitán, le vino de donde menos esperaba. Detrás de los guerreros aborígenes, donde habitualmente se esconden las mujeres, niños y ancianos para conseguir la protección de sus hombres, estaba el epicentro. Los dos hombres ancianos que custodiaban la figura, junto a las antorchas, se acercaron pausadamente, abriéndose paso entre los hombres de Mayantigo.

Fernández de Lugo no entendía nada. Dos jefes de tribu jamás se quedan detrás de sus hombres. De hecho, él acababa de recibir la rendición de los jefes de tribu. Los ancianos parecían, más bien, unos sabios; algo así como la voz de la experiencia. Quizá por eso eran respetados. La señal de respeto era evidente desde el principio, desde el desembarco: ellos dos eran los únicos que, a diferencia de los jefes, llevaban unas pieles cubriendo su cuerpo.

Uno de los hombres, el más decidido, se acercó irrespetuosamente al conquistador invadiendo su intimidad, su espacio personal. Era muy alto, mucho más que el capitán. Cara a cara, el awara lo miró con una dureza descarnada, amenazante. Sus ojos echaban fuego y odio. La cruz negruzca que resaltaba en sus pieles también hería, como si tuviese vida. Alonso Fernández de Lugo se sintió bloqueado y ridículo. Lo menos que se esperaba, tras la bajada de pantalones de Mayantigo, Chedey, Echentive y Tamanca, era que lo insultaran de esta manera. En condiciones normales hubiera atravesado con su espada a un rebelde como aquel, pero la contundencia en la mirada del viejo, reforzada por su edad y unida a lo inesperado del acto, amén de la hipnótica cruz, le frenaron. Miró a Gazmira, pero parecía tan sorprendida como él.

La pequeña cruz negra, a pesar de su reducido tamaño, se hizo con el control escénico. Alonso se sintió sometido al poder de un Dios que parecía bendecir a Benahoare.

Sin dejar de amenazarlo (con los ojos), el anciano levantó la mano derecha y, sin girarse, apuntó con el dedo índice hacia la figura que reposaba en la piedra, resguardada por dos fuegos. Mientras lo hacía, Fernández de Lugo experimentó una serie de sensaciones y de peligros que iban a ser decisivos en la conquista. Sensaciones y peligros que, entre otras cosas, desterraron de su cabeza, definitivamente, la idea de una masacre, pues esta no sería una postura inteligente ni sería tan fácil como habían sugerido, unos minutos antes, los actos de entrega de armas por parte de los jefes. La supuesta sumisión no era más que una emboscada psicológica.

Los hechos que amurallaron las casillas mentales del castellano se materializaron en unos pocos segundos. En primer lugar, se percató de que la imagen era la de una Virgen morena, muy parecida a otra que habían encontrado en las costas de Agaete unos años antes. Esa Virgen, sin duda, era el canal usado por el dios awara para bendecir a la, hasta ahora, inexpugnable isla. En segundo lugar, cuando el dedo del anciano apuntó a la morenita, todos los aborígenes, incluidos los jefes y la propia Gazmira, se arrodillaron y se pusieron a cantar en un idioma incomprensible para los atónitos visitantes. Sus cánticos iban acompañados de rítmicas genuflexiones.

Fernández de Lugo quedó boquiabierto. Daba por hecho que se encontraría con un pueblo sin evangelizar. Sabía que adoraban a las fuerzas de la naturaleza, pero no a la imagen de una Virgen. Ni siquiera Gazmira le había hablado de esto. En medio de su desconcierto volvió a darse cuenta de que el viejo sabio lo seguía acribillando y retando con la mirada. Sin bajar los ojos, el anciano cogió un palo que le tendió su acompañante e hizo con él un preciso dibujo en la arena. El Capitán General, tenso, sudoroso e incapaz de reconducir la situación, no se atrevía a escapar de la inyección magnética que irradiaban los arrasadores ojos. Solo cuando el sabio bajó la vista, él hizo lo propio.

Una ermita. Era lo que había trazado con el palo, sin mirar, el salvaje. Le parecía increíble la habilidad y la destreza para hacer un dibujo tan perfecto al tiempo que lo amedrentaba a él. Para reafirmarse, el anciano señaló el dibujo y, acto seguido, señaló al pueblo.

Alonso no necesitaba a Gazmira como intérprete. No hacían falta palabras, estaba claro. Ya sabía quién era el viejo: el negociador.

  • ¿Ha visto eso, capitán? —preguntó uno de sus hombres de confianza, señalando a la masa de nativos reverenciando a la Virgen.

  • Sí. He visto el poder de la Virgen. He visto el poder de este pueblo. Si le tocas a la Virgen, morderán. Si respetas a la Virgen, te dejarán convivir en paz.

Gazmira, aún aturdida, fue entendiendo poco a poco el inteligente plan. Esconder a la Virgen significaría ganar tiempo, retrasar el problema unos años, pero, tarde o temprano, se harían con ella. Mostrar sumisión absoluta a estos bárbaros castellanos hubiera constituido un suicidio colectivo. Los sabios custodios habían sido muy hábiles utilizando a la Virgen como arma, como amenaza. Aquella mañana de San Miguel, tal vez, los custodios habían salvado a los awaras, a la isla y, por encima de todo, a La Señora de Benahoare.

Alonso bajó la cabeza en señal de asentimiento. El pacto, ahora sí, se materializaba como algo firme entre ambas partes. El anciano y su acompañante no solo eran negociadores. A partir de ahora se convertían en mediadores, entre ellos y los jefes de los cantones, para facilitarles el asentamiento. A cambio, el Capitán General se comprometía a construir un templo para La Señora.

Tras acercarse a la dama benahoarita para santiguarse ante ella, Alonso la observó desde todos los ángulos. En su espalda tenía grabada una misteriosa inscripción: ASYETA.

Los custodios de la Virgen. Muestra.

Custodios

Trilogía Palíndromo. Muestra.

PARTE EL RAP

Enero 2012

TF-5 (Autopista del Norte), Tenerife

Posiblemente estaba rozando una situación de desacato a la autoridad. Como mínimo, era consciente de que la pareja de guardias civiles de Tráfico estaba tensa e incómoda como consecuencia de su burlona sonrisa, que exhibía con descarado pitorreo. Pero lo cierto era que Susana, de pie junto a su vehículo de gasoil y tambaleándose como un tentetieso, no se sentía capaz de soplar. Cuando los miraba a la cara, le entraba la risa tonta y le costaba disimular.

— ¿Qué dice usted que haga, agente?

— ¡Haga el favor de soplar de una vez!

Susana trataba de ganar tiempo, aguantando la risa, para evitar estallar. Cuando su cabeza se serenase, soplaría y todo terminaría, para bien o para mal. El problema consistía en que, tal vez por su estado de embriaguez, le parecía morbosa y ridícula aquella situación: ¡un guardia civil le ofrecía el aparato y la obligaba a metérselo en la boca!

— Ya voy…

Hizo acopio de fortaleza y se llevó el pitorro a la boca, dispuesta a cumplir la orden, pero, nada más rozarlo con los labios, tuvo que retirarlo y taparse la boca con la mano para frenar la carcajada, ante la impaciencia de su interlocutor. Avergonzada por su falta de control, bajó la mirada hacia su falda, aguantando la risa, pero enseguida se dio cuenta de que mirarse la entrepierna era un error porque, lejos de aislarlo, su calenturienta mente intensificaba el matiz sexual de la situación.

— No… ¡Ja, ja, ja!... puedo…

— ¡O se controla o nos veremos obligados a pedirle que nos acompañe!

— De acuerdo. Creo que ya puedo hacerlo.

¡Era el momento! No volvería a reírse, porque se le ocurrió que la ridícula era ella, no la situación en sí. Por lo menos, pensaría eso mientras soplaba, y no metería más la pata. Agarró con ambas manos la boquilla, se esforzó en evitar identificarla con un pene y comenzó a soplar.

El guardia civil la observaba atentamente. Y su compañero… ¿qué estaba haciendo? Con el tubo dentro de la boca, Susana lo miró. Se encontraba de pie, observando el paso de los coches por la autopista, muy estirado y con unas piernas extremadamente delgadas. Observó su estrecho y apergaminado pantalón de tergal y concluyó que era igual que los leotardos de una tuna universitaria. Y ese culo tan apretado… “¡Joder con el picoleto!”. ¡Esto era demasiado! Dejó caer la boquilla y empezó a carcajearse a pleno pulmón, sin contenerse, ante la atónita mirada de su “carcelero”. El otro ni siquiera se inmutó, lo que redobló el festejo de Susana, quien lo imaginaba tocando la pandereta con un tricornio y un traje verde de tuno, dando saltitos al compás, con un semblante circunspecto.

— ¡Me cago en…! —se le escapó al agente que tenía a su lado—. Señorita, será mejor que nos acompañe al furgón policial —añadió, tratando de mantener la calma.

Sentía dolor en la zona abdominal (como consecuencia de las contracciones generadas por las risotadas) y tuvo que agacharse para mitigarlo, pero no podía parar de reír. Desde el carril de deceleración en que se encontraban, cerca del municipio de La Matanza (en la cara norte de Tenerife), Susana vio (antes que los agentes), a lo lejos, un vehículo que se acercaba a gran velocidad por la autopista.

Ambos agentes la intentaban sujetar por los brazos para incorporarla e invitarla a acompañarlos, pero notaron que los músculos de la joven se tensaron y su risa se esfumó, de sopetón, dejando un vacío repentino en el ambiente. Susana parecía contener la respiración, y tenía la mirada clavada en un punto de la autopista; instintivamente, ambos enfocaron hacia allí.

**

Ivana soñaba que ella y su hermana giraban en el tiovivo del Parque de Atracciones temporal, que habían acomodado en la explanada adyacente a la Avenida Marítima, en Santa Cruz de La Palma. Ale tenía entonces seis años, y ella quince. Fue en las Fiestas Lustrales de la Bajada de la Virgen del noventa y cinco, cuando habían viajado a la “isla bonita” con sus tíos. En el sueño, el tiovivo giraba cada vez más aprisa, exponencialmente, e Ivana supo que algo iba mal. El agitado movimiento la zarandeó, y ella despertó, volviendo a la realidad. El BMW en que viajaba parecía fuera de control, zigzagueante; sin estar segura de haberse despertado del todo, observó, a través de la luna delantera, que la línea central de la autopista no se mantenía constante a la izquierda del coche. Giró la cabeza hacia el asiento del conductor para ver qué estaba ocurriendo.

— ¡Ricky! —gritó de terror.

Su marido, supuestamente al volante, yacía inconsciente a su lado, sin despegar el pie del acelerador. En décimas de segundo, Ivana vio un automóvil gris, guiado por un rostro aterrado y descompuesto, que los adelantaba por el arcén con mucha dificultad; y, ante ellos, un motorista haciendo eses, como intentando adivinar (y esquivar) la trayectoria de Ricky para evitar así la colisión.

Instintivamente, Ivana se quitó el cinturón de seguridad, levantó la pierna izquierda e, incorporándose, la arrojó impetuosamente contra el pedal de freno.

**

Susana y los agentes sabían que el motorista, quien llevaba apenas unos metros de ventaja al BMW, no podía prever los aleatorios bandazos y cambios de dirección del coche, por lo que, si no lograba acelerar más, su destino iba a ser rubricado por el azar. Oyeron un chirrido estridente, procedente del roce de los neumáticos con el asfalto, al frenar el BMW y comenzar el impreciso derrape. Los diferentes conductores que venían por detrás, aunque en las milésimas anteriores habían tratado de tomar precauciones (incrementando la distancia de separación con el BMW), tuvieron que frenar bruscamente, generando una estrepitosa colisión en masa. Un Citroen rojo no pudo esquivar el frenazo de Ivana y chocó contra la parte trasera del descontrolado automóvil.

El BMW describió una trayectoria lineal, pero desplazándose de costado. Con una violencia que sobrecogió a Susana, impactó contra la motocicleta y el motero fue despedido por los aires, cayendo su cuerpo y rotando como un trompo hacia la zona central de la autopista. Al llegar a la mediana, pasó por debajo del guardarraíl y su brazo derecho quedó allí, cercenado; el resto del cuerpo acabó en las vías de sentido contrario, donde dos vehículos le pasaron por encima, generando otro caos paralelo.

La moto se desplazó hacia adelante, pero el BMW enfiló hacia Susana y sus acompañantes. Petrificada, tuvo que ser empujada y arrastrada a lo largo del carril de deceleración, pero tropezó y los tres cayeron al suelo. El vehículo se les acercaba rápidamente.

¡Por culpa del alcohol! Susana se había metido en un gran lío; lo único que ella había pretendido era agradar a los policías para que le dejasen arrancar su coche de gasoil y marcharse. Pero ahora… ¡estaba a punto de ser arrollada!

El guardia civil de la tuna universitaria fue quien tiró de la joven cuando el coche colisionó contra el muro de contención, a su lado, y rebotó, desplazándose unos metros hacia ellos. Cuando una lluvia de cristales le cayó encima, perdió el conocimiento. Pero había salvado la vida por escasos metros. Gracias a la Guardia Civil. Aunque, claro, también era cierto que estaba en el lugar de la tragedia por culpa de la Guardia Civil. No, no era cierto; estaba allí por haber bebido más de la cuenta para celebrar que había conseguido un trabajo.

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Líos: Agradar a poli, dilo, para dar gasoil

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